Concurso de microrrelatos

Un salvavidas…

Este ha sido el estímulo creativo del Concurso de microrrelatos de este año.

A partir de esta imagen, cada alumno ha dejado volar su imaginación y ha escrito una historia. De misterio, dramáticas, graciosas… ¡ha habido de todo tipo!

Nos encanta leeros y disfrutar de todo lo que tenéis que contar. Enhorabuena a todos y especialmente a los ganadores de este año:

🏅1.° ESO: Nicolás Luis

🏅 2.° ESO: Adriana Ballester

🏅 3.° ESO: Nicolás Drexler y Martina Llorens (ex aequo)

🏅 4.° ESO: Lucía Fernández

🏅 1.° Bachillerato: Samuel Márquez

🏅 2.° Bachillerato: Ana Serra

Ganadores del concurso de microrrelatos
Microrrelatos ganadores

Estaba a punto de realizar el salto definitivo. La presión consumía mi cuerpo de pies a cabeza. Hasta que pasó…

Era el día 17 de febrero de 2017. Estaba muy contento ya que competía en la piscina provincial de Castellón. Al llegar allí, vi a todos mis compañeros en la puerta esperando para entrar. Cuando entramos, me enteré de que tenía que nadar una prueba muy difícil. Al subir al poyete estaba muy nervioso hasta que, de los nervios, me caí al agua.

Estaba muy avergonzado y no quería salir del fondo de la piscina ya que pensaba que todos se reirían de mí. Cuando ya no aguantaba más la respiración, salí del agua y… bueno, ya fue el colmo… ¡Tenía el cuello rodeado por un salvavidas!

Desde aquel verano de 1989 no volví a ser la misma chica mimada y despreocupada que acostumbraba a ser. Mis decisiones y malos hábitos me dieron una lección de vida.

Tenía 16 años cuando nos embarcamos en una odisea tanto terrorífica como milagrosa, que acabó con la vida de 3000 personas. Estaba acostumbrada a recibir cumplidos y a que me dieran todo lo que se me antojaba. Mis padres me regalaron un viaje familiar desde Francia hasta Groenlandia pero, como yo quería ir a las Maldivas, opté por saltarme todas las normas del crucero.

“Adeline, por favor, compórtate”, me dijo mi mamá al ver que yo quería redirigir el rumbo barco. Estaba tan cegada por mi egoísmo que, sin que nadie me viera, me colé en la cabina del capitán y apreté todos los botones que quise. Hubo uno en especial que me llamó la atención: era un botón rojo que tenía una cruz roja encima. Lo apreté varias veces y el barco aceleró a una velocidad vertiginosa.

En un abrir y cerrar de ojos, nos estampamos contra un iceberg y nos hundimos lentamente. Había gente que saltaba del barco y gritaba mientras yo me quedaba clavada donde estaba. Y fue en ese momento cuando me di cuenta del gran error que había cometido. Empecé a llorar y quería salir de ahí para reunirme con mis padres. Vinieron helicópteros y barcos a rescatarnos y me llevaron a la fuerza.

Desde aquel día no volví a verlos jamás.

Por mis caprichos, el mar se llevó las almas de personas inocentes mientras yo, desde las alturas, observaba cientos de salvavidas que habían sido tirados en vano.

Me encontraba en el agua de un mar inmenso y desconocido. No recuerdo cómo llegué a estar en un lugar que solo parece normal cuando es verano y todo el mundo se baña, pero que en noviembre, como era en el momento en que vi mi móvil por última vez, no hay nadie en el agua ni en la arena.

Lo único que vi fue un salvavidas en la orilla y me preguntaba por qué. Nadé hasta llegar a la playa y cogí el salvavidas. Lo miré por un instante y vi algo perturbador: agujeros. Era raro, ya que el salvavidas no estaba desinflado.

Antes de poder pensar qué me había pasado y cómo había llegado hasta aquí, escuché algo que me paralizó el corazón, me hizo respirar más profundamente y me puso la piel de gallina: el sonido de un disparo que sonaba a peligro inminente…

Manarola era un espejismo de paseos marítimos, callejones con vendedores ambulantes y puertos con más de veinte años en cada esquina del pequeño pueblo italiano. Eso tramó el decorado de nuestra historia. Los recuerdos y las sombras, las sonrisas y el eco de nuestras voces envueltas en la bruma del paraíso material.

Veraneaba allí con mis padres desde 1983, y esa, iba a ser la última vez que lo hacía. Recuerdo que, en esa época, la idea de la muerte me parecía tan fascinante como terrorífica. En nuestra vida nacíamos y crecíamos diariamente de forma que, cada vez que nos despertábamos, éramos una persona nueva. ¿No era fascinante? Cómo la vida se llevaba a las personas con la misma crudeza y frialdad que las traía al mundo, ¿no era, también, terrorífico?

Entonces, estaba ahí mirándome fijamente a los ojos con una sonrisa, una sonrisa maliciosa, sonrisa de gato. Era él, Oliver, la primera persona que me enseñó a volar, pero que, un mes después, me cortaría las alas. Yo era como Ícaro, la persona que voló demasiado cerca del sol y que acabaría quemándose y destruyendo lo que tanto le había costado. Ahogándose en los recuerdos de los que nunca más quiso hablar. Y de los que habría pagado por no rememorar, en las noches en las que no podía dormir. Oliver sonreía pero, con la mirada me preguntaba: “¿Qué has hecho, Jack?”

Y, era curioso, cómo la historia más desoladora del mundo comenzó en el reflejo cristalino del océano, los ojos más azules que jamás llegué a presenciar en mi vida y la sonrisa canalla a la que nunca debería de haber obedecido, No debería de haber cogido el barco de vela de mi padre, nunca debí no hacer caso a mi instinto y no coger el salvavidas, nunca debí no pedir ayuda. Nunca debí cruzarme con él. Nunca debería haber descubierto cómo se sentía uno queriendo estar muerto.

En una villa veraniega de la costa mediterránea, pasaba allí el verano una familia numerosa. Como es habitual en esa época del año, el salón pasaba de estar compuesto por: sofá, chimenea, televisión a hamacas, terraza y piscina.

En la piscina, los  niños de la familia disfrutaban y dejaban volar su imaginación con el flotador que allí había. Se imaginaban que era un monstruo con la boca abierta al que había que derrotar o un carruaje de princesas.

Como todo en la vida, los días pasaron y las vacaciones acabaron y aquel flotador solo se quedó, flotando en aquella piscina. Unas semanas después, una rana lo vio solo flotando y le preguntó: “¿qué haces aquí aún? Ya se han ido. ¡Vete! o te pudrirás en el agua”. Él dijo que no se iba a mover de allí, que los esperaría.

Pasaron días, meses, estaciones y seguía allí, esperando, cada vez más desgastado.

Finalmente, el verano llegó y la familia regresó. El flotador estaba muy ilusionado por volver a sentirse querido. Los niños, al asomarse a la piscina, lo vieron con su “nuevo” aspecto enmohecido, desgastado por el sol y con varios agujeros. Los niños decidieron tirarlo a la basura. Él pensó que debería haber hecho caso a la rana, pero seguía sin entender el porqué de su deshecho si él seguía siendo el mismo.

Suena el despertador a las 7:00 a. m., me levanto, desayuno, me visto y salgo a la calle. Calles aglomeradas de gente y atascos ruidosos. Llego a la oficina a las 8:00 a. m. y soporto al jefe de turno durante las 10 horas de turno y vuelvo a casa. El camino de vuelta se hace más pesado, sobre todo mentalmente, reflexionando sobre la decisiones pasadas y si eran buenas o malas. Ceno a las 11:00 p. m. un burrito precocinado, me tomo las pastillas del insomnio y de la anemia, dejo los botes al lado de las de la ansiedad. Suena el despertador a las 7:00 a. m. y misma rutina. Hoy llego a la oficina, gritos, estrés y más gritos. Abro el bote naranja, me meto unas cuantas en la boca y trago. El ruido no cesa, me acabo el bote entero. Salgo a tomar el aire a la azotea. Una realidad distorsionada por las pastillas me lleva a asomarme al vacío. Mirando la distancia, llegué a la conclusión de que ojalá hubiera tenido a alguien, un salvavidas…

Se pasaba los días mirando a través de ella; veía cientos de situaciones, cientos de vidas, cientos de personas. Veía como, desde primera hora de la mañana, mujeres corrían porque llegaban tarde al metro que había en su misma calle,o como hombres, cuando aún los primeros rayos de sol no habían iluminado los oscuros rincones de la ciudad, llegaban con sus trajes y maletines, a las grandes oficinas del edificio al lado de su casa. Veía miles de vidas a través de ella, ansiando poder ser, algún día, esa mujer que llegaba tarde a trabajar, esa tímida pareja que quedaba por primera vez en la cafetería de la esquina, o aquellos niños que se pasaban las tardes detrás de una pelota en el parque de enfrente. Se sentía ahogada, encerrada, atada a él desde hacía años; atada a maltratos,a abusos; asfixiada por una sombra que le hacía temblar cada vez que se le acercaba. Pero un día miró por última vez a través de ella.

Tal vez nunca lo supo, tal vez nadie lo vió así, pero ella fue su salvavidas, quizás no para esta, pero sí para otra vida.

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